Nuestros abuelos no contaban, como ahora, con un servicio rápido y seguro, cómodo y económico, para hacer sus viajes al puerto del Pacífico.
Se trasladaban, armados de paciencia y de valor, a caballo o en carreta, desde la puerta de su casa hasta las hermosas y atractivas playas de Puntarenas. Varios días tardaban en el viaje, sufriendo mil penalidades y haciendo cruentos sacrificios. Pero hacían los viajes, ya solos, ya con sus familias, en vía de simple paseo, o para buscarse la vida llevando pesados fletes, casi siempre del precioso grano de oro.
Muchos preparativos hacían las familias para alistar el clásico viaje anual, en el cual, según la firme creencia de los abuelos, iban a sudar los malos humores y a darse unos cuantos baños de mar que les aseguraban a todos, grandes y chicos, la salud de todo el año.
La matrona familiar se pasaba unos cuantos días, con sus hijas, comadres y parientas, alistando los batimentos que habían de necesitar en el largo camino: un tarro con café, cosechado, por cierto, en el solar de la casa, tostado y molido en el amplia y aseada cocina, punto de reunión de todas las valientes mujeres que ayudaban afanosas a preparar todo para el ansiado viaje.
El horno de la casa se ponían en funcionamiento, para asar los tamales y bizcochos; acercándose ya el día de la partida, eran sacrificadas unas cuantas gallinas, algún lechoncito que se transformaba bajo las expertas manos de las valientes mujeres, en sabrosos tamales, en lomos rellenos, en pasteles, etc. Funcionaba también el hermoso horno para dar cabida a las grandes amasadas de pan casero, quesadillas y otras viandas que despedían ricos olores que convidaban. Los cerros de tortillas, bien aliñadas, que resistían varios días sin ponerse duras ni jocas. Sabrosos tamales de frijoles, todo confeccionado en la casa con la mayor economía, pero con la mayor ricura.
La coqueta carreta pintada se ponía de gala con un manteado de lona o de cuero, sostenidos por unos arcos, haciendo toldilla para resguardar a los viajeros del sol y del sereno. Un esterón colocado en el piso del cajón de la carreta y las clásicas cobijas coloradas, completaban el equipo. En los parales de la carreta se guindaban las ollas, cafeteras, tarros y cazuelas, sin faltar el humilde, pero importante chorreador y la bolsa, para chorrear de camino el cafecito quita frío en las noches y madrugadas. Allí iban también los plátanos y jarros enlozados, que resisten los duros golpes de la carreta en esos caminos llenos de piedras y huecos.
Las madres, siempre precavidas, alistaban algunos remedios caseros: manzanilla, bicarbonato, para un dolor de estómago almidón de yuca para alguno que se le descompusiera el estómago, mostaza y borraja para un resfrío y hasta la botellita de castor por si algún chacalín se indigestaba o se le revolvían las lombrices.
Los hombres por su lado, alistaban sus límites, bien apertrechadas de guarito de la fábrica o de charral (de contrabando); mistela para las esposas e hijas, grandes rollos de “chircagres” (pequeños pero fuertes puros de tabaco iztepeque) para entretener las largas horas de viaje y para espantar en el camino los mosquitos. También llevaban bien afilado su machete, única arma de defensa para esos caminos de Dios, en donde según decían, había el peligro de los salteadores, especialmente en la solitaria cuesta del Monte del Aguacate. No podían faltar las rústicas linternas con un cabo de candela adentro para alumbrar los oscuros caminos.
Casi siempre la salida la hacían al atardecer, cuando ya el sol había bajado. Iban a parar al primer sesteo que era en La Garita. Allí desenyugaban los bueyes para darles de comer y que descansaran. Como si fueran gitanos pasaban unas horas acurrucados en las carretas, para continuar en la madrugada, no sin antes haber saboreado una rica taza de café acabado de chorrear y preparado por las compañeras en un fogón improvisado en el propio sesteo. Así continuaban la peregrinación, resistiendo los golpes de la carreta, caminando a veces a pie, para descansar y aliviar también a los sufridos bueyes, hasta llegar al puerto, en donde había acondicionados y para alquilar, grandes patios que servían de sesteos. Bajo la sombra de empinados tamarindos y frondosos árboles de mango, dejaban las carretas e improvisaban los fogones para preparar la comida de las familias.
Allí con toda felicidad pasaban unos pocos días, bañándose despreocupadamente en las hermosas playas, dando sus paseaditas hacen botes y comiendo los ricos marañones, icacos y demás frutas.
Pensando siempre en su hogar, aprovechaban el viaje para traer la provisión de sal para todo el año. Siempre traían uno o varios tercios de sal. Tercios eran unos grandes envoltorios hechos con hojas secas de chagüite (plátano), bien amarrados con bejucos, con capacidad para un quintal de sal. También era costumbre traer para los chacalines parientes y ahijados, que no habían podido realizar el viaje, guacalitos llenos de conchas y caracoles, carne salada, memorias de carey, gargantillas de coral y de siempreviva, frutas, pipas, entre otros.
Y con las mismas dificultades, pero con igual entusiasmo y tenacidad, emprendían el viaje de regreso, tardando otros tantos días para llegar a sus casas, llenos de satisfacción por haber disfrutado del paseo anual que tanta salud les había proporcionado.
Puente sobre el río Jesús María, Carretera Nacional, s.f. Colección ANCR.